Viviendo la dictadura II

Cuba ha permanecido inamovible a lo bueno. Pareciera que “El tiempo” se detuvo desde la caída del muro de Berlín. Hoy en 2022 estás mismas cosas siguen pasando. Solo el escenario ha cambiado. Una Cuba más destruida. ¿Quieres esto para México?

El Balsero

UN DÍA DE JULIO DE 1994. Parte II

VISITA AL PONCHERO.

Las mañanas eran mi momento favorito. En primer lugar, porque debido al diario ir y venir en bicicleta era el momento menos caluroso del día y en el que menos sudaba y, en segundo lugar, porque, aunque hubiera un apagón como el que había en ese momento, por lo menos había luz natural.

Por el contrario, odiaba esa hora en la que empezaba el atardecer. Ese momento cuando todo queda en un tierno silencio que se funde con el crepúsculo y de repente, como por arte de magia, llegaba el apagón.

—Los días en Cuba deberían ser eternos amaneceres —rezongué entre dientes.

Y entre meditación y meditación llegué a la ponchera improvisada en una casa habitación. Como de costumbre, en la casa de Julián, la puerta siempre estaba abierta de par en par. En lo que fue antes la sala, ahora florecía un desordenado taller, donde tuercas, herramientas, pedazos de gomas, pegamento y un tanque de 55 galones cortado a la mitad y lleno de agua sucia, constituían el mobiliario ornamental. Después de llamar al ponchero, apareció un hombre alto y delgado que aparentaba el doble de su edad, con un pantalón arremangado hasta las rodillas y una camiseta llena de huecos, que en algún tiempo debió haber sido de color blanco.

—Julián, mire esto compadre —le indiqué mostrando la llanta—. ¡Esta mierda amaneció ponchada!

— “Balsero”, temo no poder ayudarte. Desde las cinco de la mañana no hay luz ¡y para colmo de males!, ayer en la tarde se me descojonó la plancha de coger los ponches. Todo el circuito eléctrico se recalentó, se derritió el aislante de los cables y hubo un corto circuito. Ahora estoy esperando a que llegue mi sobrino para que se encargue de arreglarme toda esta porquería.

—¡No puedo creerlo, Julián! Entonces, ¿qué hago compadre?

—Si puedes, ve y quéjate ante la Comisión de Derechos Humanos y averigua si es justo que en un país te tengan 18 horas diarias sin electricidad. Si tienes éxito y nos ponen la luz, entonces, después que me reparen el circuito, le podré coger el ponche a tu rueda trasera. Si no tienes suerte en la gestión, después que le mientes la madre a este hijo sin madre que tenemos como presidente, te puedo vender una soga —manifestó Julián apuntando hacia una viga de metal en el techo—. Y de ahí te puedes colgar. Solo que no pongas mala cara para que quedes bien en las fotos.

—Hoy estás de un humor muy negro —le reclamé, demostrando que el intento de chiste, más que gracia, me había dado tristeza.

—Perdóname, amigo. Es que no hay otro estado de ánimo posible para los que vivimos en el país de las sombras largas. Si te despiertas y tropiezas con una silla, porque no ves ni cojones, y te arrancas un pedazo de pellejo de la pierna —exclamó señalándose un enorme rasponazo, un poquito más debajo de su rodilla derecha—. ¿Crees tú que se pueda estar de otro humor?

Y era evidente que no se podía estar de otro humor. Era el factor común en todas las casas: el descontento, el agravio, la falta de respeto entre los miembros de las familias y entre vecinos. «Los adeptos contra los inconformes». Y, tristemente, un predominio totalitario de «el todos contra todos», pero nunca «el todos contra el uno». El «uno» que era el único responsable de tanta desgracia. Ese «uno» de traje verde y barba larga, más diablo que Lucifer, aunque no vestía de rojo.

—Todo parece indicar que no tengo otra salida que irme sin bicicleta. Entonces te la dejo, compadre. Lo más jodido del caso es que tengo que enfrentarme a la titánica lucha de irme en guagua[1]. Eso sí que no está fácil.

Saqué dinero y le pagué por adelantado a Julián. Luego, acordándome que no había tomado café, le comenté:

—Oye, pregúntale a Juana si tiene dos sobrecitos de café.

—“Balsero”, hoy no estás de buena suerte.

—¿Hoy? Ya eso es normal en mí, compadre.

—Es que ahora no hay café. Precisamente, en un ratico se lo traen. Pero no te preocupes, cuando lo traigan yo te guardo dos sobrecitos.

—Te lo encargo mucho, compadre.

—Cuenta con eso, “Balsero”. Tú sabes que al cliente todo lo que pida. Ese es mi lema.

—Qué lástima que así no piensen todos en este país. Se supone que nosotros somos los clientes de la empresa eléctrica y nadie pide que nos quiten la luz, y nos la quitan. En Cuba, el lema es otro: Para el cliente lo que haya. Y que no se queje porque tienen educación y salud gratis.

—Ese es tu error, “Balsero”. Vivimos en un país donde todo es de todos. Por lo tanto, la empresa eléctrica es tuya. Tú también eres propietario, aunque no lo creas y por eso no te puedes quejar, porque es como si tú mismo te quitaras la luz —me respondió Julián en un tono muy sarcástico.

—¡Qué contradicción!

—“Balsero”, ¿para qué nos rompemos la cabeza tratando de entender este sistema?

—Sí, tienes razón. Esto no lo entiende nadie —musité e hice la misma mueca que hacía siempre que no quería hablar más de un tema: contraje la frente, apreté los labios, y divagando con mi mirada, recorrí todo el exceso de pobreza que aquella modesta habitación mostraba.

—Volviendo al tema del café —dijo Julián para aflojar la tensión que había provocado la conversación—, yo le digo a Juana que te guarde tu café.

Juana era la esposa de Julián y se dedicaba al negocio ilícito de vender café mezclado con chícharo. Cada sobrecito contenía aproximadamente dos medidas del modelo más chico de las cafeteras italianas. Para mí esto era un apoyo, porque el café que me asignaba el gobierno, por la bendita libreta de abastecimiento[2], no me alcanzaba más que para tres tomas a la semana y yo era un bebedor compulsivo de café. Los rumores de «Radio Bemba»[3] decían que Juana hacía negocio con Pancho el bodeguero. Él ponía a secar al sol el polvo de café ya usado y después lo mezclaba con el café que les vendía a los consumidores en la bodega. La cantidad que cambiaba por este polvo usado, se la daba a Juana y ella la mezclaba con chícharo tostado y molido. Era un negocio a dos manos. Pero nadie se metía ni los chivateaba. Al contrario, hasta la esposa de Dionisio el policía le compraba, porque la realidad era que a nadie le alcanzaba la poca cantidad de café que daban por la cuota.  Además, Julián y Juana, eran muy queridos por todos los vecinos del barrio. La tenacidad de él y la voluntad de ella ante las pruebas que les había impuesto la vida eran admirables y un ejemplo para aquellos que no tenían problemas tan grandes como los suyos. Su único hijo había nacido con Síndrome de Down. El niño era la razón de sus vidas y el consentido de todo el vecindario, hacía mandados, ayudaba a Pancho el bodeguero y al propio Julián en la ponchera. Con todo y sus problemas, era una familia que aparentaba ser inmensamente feliz.

—Yo voy a la gran batalla de agarrar una guagua. ¡Ahora es cuando es! —indiqué, cuando ya cruzaba la puerta y volvía a tropezar con el radiante amanecer que iluminaba nuestras grises vidas.

Llegué a la parada de la guagua y, como siempre a esa hora, estaba repleta. Gente de todo tipo: estudiantes, obreros, amas de casa que llevaban a sus pequeños a la escuela. Gente de pueblo que, por supuesto, no tenía transporte propio. Sin embargo, yo había dado un salto en el nivel social, pertenecía a una clase, dentro de esa gente de pueblo, que disponía de una bicicleta. Me la había ganado como premio al presentar un trabajo en un fórum de ciencia y tecnología, que dio como resultado un ahorro en divisas libremente convertibles a la economía del país. Una tonelada de pigmento colorante para hacer azulejos costaba alrededor de $100,000 dólares la tonelada. Yo había producido uno muy barato usando Zeolitas Naturales y Nacionales. «¡Muy buen premio por tal aportación!» Así estimulaban a los hombres con talento mientras la flamante clase dirigente disponía de buenos carros consumiendo gasolina pagada por el gobierno, aunque no lo usasen para trabajar.

Pero, hoy, yo era uno más entre la gente y me tocaba comprobar en carne propia lo que significaba tener «el privilegio» de contar con una bicicleta y no tener que enfrentarme a la abominable tarea de esperar una guagua. Era una verdadera lucha. Era como estar en una jungla sobre el asfalto. Olores de todo tipo, sudores de todas las etnias, apretones, empujones, gritos, insultos y peleas. Era la ley de la selva. ¡Sálvese quien pueda! Qué contrariedad para un país que alardeaba de ser el paladín de los derechos igualitarios del hombre.

Y llegó, por fin, su primer intento, venía una guagua. Todos se prepararon simulando ser corredores de cien metros planos. Tensamos nuestros músculos, aguantamos la respiración y tuvimos unos segundos de máxima concentración. Por nuestras mentes solo circulaban estrategias: ¿Por dónde le entro? ¿Por la ventanilla? No, mejor me subo a la defensa… y así cada uno trazaba su plan de abordaje. Pero la guagua pasó a velocidades supersónicas, envolviéndonos en un humo negro contaminante y no se detuvo en la parada. Un silencio y luego gritos de insultos. Todos reflejaban la frustración en sus rostros.

Veinte minutos después un estudiante gritó: «¡Viene la ruta 9!». Todos volvimos a prepararnos. A sus marcas, listos y…, tampoco paró. Y otra vez se repetían las mismas frases de descontento: «¡Este país es una mierda!… Caballeros, ¿Hasta cuándo?… Ya deberían llegar los americanos…» y otras muchas frases muy parecidas.

El hecho se repitió varias veces.

—Ya me cansé, ¡cojones!, que vaya a trabajar ¡la puta madre que lo parió! Hoy no ven a este negro en la pincha, acere —me dijo un joven de piel negra que estaba muy cerca de mí. Y terminando la frase, el joven cruzó la calle y caminó en sentido contrario al tráfico de la avenida.

Yo pensé lo mismo. Ya me habían llamado la atención varias veces por llegar tarde al trabajo y no quería que me volvieran a regañar, porque ya me habían amenazado que a la siguiente me mandarían al consejo de trabajo para que tomaran medidas disciplinarias. Yo era ingeniero civil. Me había graduado en el año 81 con diploma de oro de la Universidad Central de Las Villas, la máxima distinción para estudiantes que terminaban con 5/5 de promedio y como «reconocimiento» a mis éxitos estudiantiles me asignaron a trabajar, inicialmente, en la construcción de viviendas para los especialistas y obreros que trabajarían en el ambicioso proyecto de la central electronuclear en el municipio de Juraguá, y dos años después, cuando empezaron oficialmente los trabajos de construcción de la parte civil del primer reactor nuclear, pasé a trabajar en colaboración con un equipo de «hermanos soviéticos». Debo confesar que para mí fue muy difícil adaptarme, en primer lugar, porque repudiaba el idioma ruso y, en segundo lugar, porque no soportaba el olor ni la forma de ser de aquellos tovarishchi, a quienes culpaba de ser los inventores del sistema socialista. «Ya estoy cansado de que nos vean como si Cuba fuera una colonia soviética», repetía cada vez que me enojaba con algún camarada.

Por suerte para mí y para todos los cienfuegueros, tras la caída del campo socialista, este proyecto de «energías limpias» no pudo continuar su ejecución y muchos ingenieros quedamos sin trabajo y fuimos reubicados en otras empresas. Yo había escogido una planta de elementos prefabricados de hormigón armado para la construcción y mosaicos para piso. La planta quedaba a unos 10 kilómetros de mi casa y a diario tenía que recorrer casi 20 kilómetros, de ida y regreso, en mi pesada bicicleta.

Sin pensarlo dos veces, dejé la parada de guagua y me dirigí al consultorio del médico de la familia. Allí vivía y consultaba mi compañero de generación y mejor amigo, Pedro Luis Montes de Oca. Necesitaba un certificado médico que justificara mi ausencia al trabajo, ese día.

Continuará… 

25 de Octubre 2022 | Por “El Balsero” para Acción Civil Mexicana


[1] Guagua: es camión, ruta, autobús.

[2] Libreta de Abastecimiento: Es un documento mediante el cual racionan los alimentos en Cuba y cada persona recibe la canasta básica de alimentación.

[3] Radio Bemba: El chisme callejero.

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