«Viviendo» la dictadura

A mis amigos mexicanos que no entienden o creen que, de implantarse el socialismo en México, éstas cosas las pudieran vivir… Ya pasó en Venezuela, y no quisieron hacerme caso.

EL BALSERO

CUBA, UN DÍA DE JULIO DE 1994 PARTE I.

Para mí, “El Balsero”, mi mala suerte podía ser solo consecuencia de dos cosas, o era un padecimiento crónico, con lo cual no estaba muy de acuerdo, o era una especie de castigo divino otorgado al nacer. «No es posible», me repetía, «mira que haber decidido que naciera en Cuba y, para colmo, 45 días antes del triunfo de Castro, eso sí es tener mala suerte».

Mis amigos más cercanos me apodaban “El Balsero Salao” porque en dos intentos de haber salido de Cuba en Balsa, las corrientes siempre me traían de regreso.

Y precisamente hoy era uno de esos días en que la mala suerte se me había pegado como un chicle. Mi radio despertador no sonó porque no había luz y no pude despertar a la hora de costumbre. Cuando abrí los ojos y miré mi reloj de pulsera, me di cuenta de que ya no llegaría a tiempo al trabajo. Me lancé de la cama como un bólido y fui corriendo a la cocina. Necesitaba una taza de café antes de irme a trabajar.

Sin lugar a duda, la cocina era el lugar más aterrador de mi casa. El techo, que fue blanco en algún tiempo, mostraba restos de frijoles, desde varios meses atrás cuando reventó la olla de presión y quedaron impregnados sobre la pintura. Una meseta de cemento, cubierta con azulejos ya despostillados y sucios, soportaba todo el desorden de platos, cucharas, vasos y suciedad acumulada por días, sin que me dignara a limpiarla. Dentro del fregadero reposaba la cafetera italiana, sucia. ¡Qué cafetera! Digno dispositivo de museo. Percudida de hollín, golpeada y con el asa partida mostrando un mocho de metal por agarradera. La lavé, coloqué agua hasta la medida y ¡vaya sorpresa! que me llevé al darse cuenta de que el frasco del café en polvo estaba vacío.

Me dirigí al sexagenario refrigerador General Electric y lo abrí en busca de algo para comer. Pero aquel artefacto solo servía para hacer ruido. Estaba prácticamente vacío. Solo botellas de plástico llenas con agua y nada de comer a la vista. Me recosté a la puerta del refri y contemplé por unos minutos el interior del armatoste.

—Definitivamente, ya no sé si eres un refrigerador o un almacén de cualquier porquería. Tienes de todo, menos comida —susurré y cerré la puerta de un tirón.

Me acerqué a la panera en busca de algún trozo de pan. Había dos pedazos, agarré uno y tuve la sensación de haber agarrado un trozo de piedra.

—Es increíble, tan solo es de ayer y ya no hay quien se lo meta. Tal pareciera que, en vez de harina de trigo, usan cemento y agua para hacerlo —volví a susurrar—. Qué razón tuvo Reinaldo Arenas al escribir su epitafio: «Todo lo cotidiano resulta aborrecible, solo hay un lugar para vivir, el imposible».

Me dirigí al centro de la cocina y comencé a girar, hasta completar 360º, buscando un punto donde encontrar algo digno a lo que pudiera meterle el diente. Mi intento fue un fracaso. Aquel espacio solo inspiraba llanto.

—Si la suciedad se comiera, no pasaría hambre —dije alzando la voz—. Es mejor que abandone este lugar antes de que otro estado depresivo se apodere de mí. No sé cómo tienen la vergüenza de afirmar que en este país no se pasa hambre. Esto es lo que nos toca por haber nacido en Cuba. ¿Pensarán que vivimos de la nada? —me pregunté mostrando mi ya habitual rostro desencajado y ahora un poema de Arenas afloró a mi mente:

«Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche, sumidas ambas en un solo abismo. Cuba o la noche (porque son lo mismo) me otorgan siempre el mismo reproche…».

Entré a mi habitación y me dispuse a vestirse lo más rápido que pude. Busqué en el cajón de los calcetines y otra sorpresa se sumó a mi agraciado despertar. No había ninguno limpio.

—¡Bendito sea Dios! —exclamé mientras buscaba en el cesto de la de ropa sucia y agarraba un par que había usado varios días atrás—. No hay otra opción. Ahora no puedo ponerme a lavar —dije mientras mi mirada contemplaba cuántas prendas sucias tenía—. Quien vea esto, pensará que soy un cabrón puerco, que no me preocupo por lavar mi ropa. Si supieran que en realidad no lo he hecho porque no tengo ni detergente, ni jabón, ni nada que haga espuma y limpie.

Agarré un pantalón de pana beige que se había ganado en una rifa. Y mientras me lo ponía empecé a hablar con mi perrita, que no me quitaba los ojos de encima y no dejaba de mover su blanca cola.

—No creas que me lo gané porque mejoró mi suerte. Lo que pasa es que es de uso. Si hubiera sido nuevo, no me lo hubiera ganado y mucho menos hubiera entrado en la rifa.

Y de nuevo, otra triste realidad. Unos españoles que habían visitado la planta de prefabricado donde trabajaba, hicieron una donación de ropa usada y el Sindicato había organizado una rifa para ver quién era el privilegiado que se las ganabas.

—¿De quién carajo habrá sido este pantalón? ¡Del carajo!, esto nada más se ve aquí. Un ingeniero recibiendo ropa usada de regalo. ¡Ay Chuchi!, todo esto es consecuencia del criminal bloqueo americano y de la traición de los rusos y de todos los países de la Europa del Este, que se vendieron vergonzosamente al capitalismo. Pero nosotros resistiremos, porque somos revolucionarios. ¡Patria o Muerte! —Sonreí y terminé mi sarcástica actuación con una triste afirmación—: ¡Sí, mi comandante!, a este paso todos nos vamos a morir, ¡hasta la Patria! y ¡hasta mis huevos! que terminaran asados bajo este caliente pantalón de corduroy[1] en el mes más caluroso de este país.

Me puso las botas rusas y escogí una, entre las únicas tres camisas que tenía.

Mi perrita Chuchi, al percatarse que ya estaba a punto de salir, se paró en dos patas, poniendo las delanteras sobre mis muslos como recordándome que también ella tenía hambre. Así que volvió al refrigerador y sacó una bolsa de nailon del cajón de las verduras, que contenía unos huesos de pollo que le había regalado su vecina. Los vertí en la cazuela que servía de comedero a Chuchi.

—Chuchi, el embajador de la miseria se ha encargado de darle a Cuba otro sentido. Nunca olvides esto. Dicen que repartir miseria es una de las cosas más difíciles del mundo, porque es lo único que, repartido entre muchos, toca a más. Y en esta triste letanía de esperar lo que te toca y que no llega, lo que llega y no te toca, lo que llega y te toca, pero no puedes comprar porque no tienes dinero, vive tu triste dueño, que forma parte de la clase más pobre de las generadas por este sistema tan horrendo: ¡los que producimos y no tenemos ni cojones!

Chuchi devoraba su comida sin prestarme la más mínima atención, aunque yo estaba que ella me escuchaba.

—Así que te pido paciencia, porque tú, al menos, aunque frío, estás desayunando. Te prometo que en cuanto regrese del trabajo vas a comer tan rico que te vas a olvidar de que eres una perra tercermundista.

Salí al patio y me dirigí a la esquina derecha del fondo, donde tenía improvisado un pequeño corral. Ahí estaba echado Tito, un lechón de dos meses de nacido, que en cuanto me vio se paró y comenzó a gruñir.

—Buenos días, mi cari bajo[2] hermoso. No tienes idea de las ganas que tengo de clavarte el cuchillo —le dije vaciando el agua de una caldera con soya en granos, hinchados por haber pasado la noche en remojo—. Hoy vas a desayunar manjar de la India. ¡Esta soya es de primera!

Mezclé el contenido vertido con un poco de sancocho y le serví el apetitoso desayuno al lechón. Luego, se dirigí a la otra esquina, donde había un pollero en el cual habitaban dos gallinas y un gallo de color blanco bien alimentados, que al verme se alborotaron y se pegaron a la puerta esperando que les sirviera la comida. Les puse agua y les llené el comedero con maíz en grano.

 — ¡Oh, mis queridas aves de la salvación! Buen provecho. Y por favor —le dije al gallo en un tono imperativo—, monta como todo un macho alfa y garantíceme que, a mi regreso, este par de gallinas, al menos, hayan puesto un huevo cada una.

Los tres animalitos muy entusiasmados empezaron a devorar su desayuno, sin prestarme atención, y “El Balsero” o sea yo, sentí envidia por lo felices que se veían. Sin decir más, dejé a todos sus animales comiendo y me dirigí al baño. Me lavé las manos y la cara, me cepillé la dentadura con bicarbonato de sodio, porque tampoco había pasta de dientes, y me alisé el cabello rebelde y castaño, que ya empezaba a mostrar mis primeras canas.

Me miró por unos instantes al espejo. Contemplé las únicas dos cosas que aún conservaba, mi figura, que muy a mi pesar se mantenía atlética, y mi mirada tranquila que aún mantenía ese don de expresar un estado de ánimo sin necesidad de hablar. Después de unos minutos de contemplación vanidosa, me convencí a sí mismo que ya estaba listo para irme a trabajar.

Cuando me dispuse a tomar mi bicicleta, me di cuenta de que la goma trasera estaba sin aire.

¡Manda pinga!, esto era lo único que me faltaba. Definitivamente, hoy no es mi día.

La mañana era un verdadero espectáculo. El cielo se veía de un azul intenso y no había ni una nube que hiciera difusa la radiación solar que desde temprano calentaba a la hermosa ciudad de Cienfuegos.

—¡Qué bella mañana! —murmuré a pesar de mi contrariedad—. Menos mal que todavía este gobierno no ha prohibido a la naturaleza el mostrarnos estos amaneceres. Pero no lo duden, en cualquier momento pasa…

CONTINÚA EN: VIVIENDO LA DICTADURA PARTE II

18 de Octubre 2022 | Por “El Balsero” para Acción Civil Mexicana


[1] Corduroy: Se le llama a la tela de Pana.

[2] Cari bajo: una manera coloquial de los cubanos para llamar a los puercos.

2 comentarios en “«Viviendo» la dictadura”

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *